Vivimos en una era de inmediatez. La información circula a una velocidad vertiginosa, las respuestas se esperan en segundos y la sociedad nos empuja a reaccionar rápido. Pero, ¿y nuestras emociones? ¿Debemos procesarlas con la misma prisa?
La inmediatez emocional puede convertirse en una trampa. Muchas veces sentimos la urgencia de comprender exactamente qué nos pasa, de ponerle un nombre inmediato a nuestras emociones y de encontrar soluciones instantáneas. Sin embargo, la experiencia humana es más compleja. No siempre sabemos qué nombre darle a lo que sentimos, y eso no es algo negativo: es parte del proceso natural de la experiencia emocional.
¿Es necesario entenderlo todo ahora? La importancia de darle tiempo a las emociones
Byung-Chul Han (2017) advierte sobre la tiranía de la hiperproductividad y la velocidad, señalando que la modernidad ha impuesto un ritmo acelerado en todos los ámbitos de la vida, incluido el mundo emocional. En este contexto, pareciera que tomarse un tiempo para sentir y reflexionar es una pérdida de tiempo, cuando en realidad es una necesidad.
La neurociencia también respalda esta idea. Antonio Damasio (1994) plantea que el procesamiento emocional no es inmediato; las emociones primero atraviesan el cuerpo antes de ser racionalizadas. Es decir, lo que sentimos tiene una base biológica que necesita su tiempo para ser comprendida por la mente. Pretender tener claridad inmediata sobre una emoción puede llevarnos a interpretaciones erradas o a respuestas impulsivas que no atienden realmente lo que necesitamos.

El tiempo justo
Así como un buen vino requiere tiempo para madurar, algunas emociones necesitan reposo para ser procesadas de manera adecuada. En este sentido, podemos comprender el tiempo desde dos dimensiones: Chronos y Kairos. Chronos es el tiempo cuantificable, el de los relojes, las fechas y los plazos; mientras que Kairos es el tiempo cualitativo, aquel en el que algo ocurre en el momento justo, cuando las condiciones son propicias para que emerja una comprensión más profunda.
Permitirnos ese espacio de pausa no significa evadir, sino reconocer que cada emoción tiene su propio Kairos, su momento preciso para ser comprendida y resignificada. Rafael Echeverría (2003), desde la Ontología del Lenguaje, habla del «sufrimiento» como el resultado de narrativas que no hemos sabido resignificar. Es decir, lo que nos duele puede necesitar tiempo, no solo en términos de Chronos, sino también de Kairos, para encontrar una nueva interpretación que nos permita avanzar.

Las emociones habitan en nuestro cuerpo
Las emociones no son solo ideas en nuestra mente, sino respuestas fisiológicas que experimentamos a través del cuerpo. Susana Bloch, en su trabajo sobre las emociones y la respiración (Bloch, 1993), sostiene que cada emoción tiene una huella corporal única y específica. No es solo que «sentimos miedo», sino que el cuerpo mismo adopta una postura de miedo: la frecuencia cardíaca se acelera, la respiración es en apnea, los músculos se tensan. Es un sistema que se prepara para responder al entorno.
Ocurre lo mismo con la tristeza, la alegría o la rabia. El cuerpo genuinamente expresa lo que sentimos, aunque no siempre seamos conscientes de ello. Aprender a escuchar estas señales es clave para entendernos mejor. No se trata solo de analizar nuestros pensamientos, sino de observar cómo nuestro propio cuerpo nos habla.
¿Cuánto dura una emoción?
La neurociencia ha demostrado que una emoción tiene una duración biológica muy breve. Según estudios de Jill Bolte Taylor (2009), el componente químico de una emoción en el cuerpo dura aproximadamente 90 segundos. Luego de ese período, lo que prolonga la emoción es la interpretación que le damos, nuestras memorias y los patrones aprendidos. Es decir, lo que sentimos en el cuerpo es fugaz, pero el significado que le atribuimos puede extenderse por minutos, horas o incluso días. Aquí radica la importancia de dar espacio a las emociones sin apresurarnos a juzgarlas o intentar eliminarlas de inmediato.
¿Cuánto tardamos en etiquetar una emoción?
Este proceso de interpretación puede tardar más en algunas personas que en otras, dependiendo de factores como la inteligencia emocional, la experiencia previa y la disposición para la autorreflexión. En este sentido, el tiempo no solo actúa como un contenedor de la experiencia emocional, sino también como un catalizador que nos permite resignificar lo que sentimos. A veces, lo que hoy parece insoportable, mañana se entiende con mayor claridad. O lo que en el momento se siente confuso, con distancia temporal se percibe con otro matiz.

Entonces, ¿qué podemos hacer cuando no sabemos qué nos pasa?
- Aceptar la incertidumbre emocional: No todo tiene que ser comprendido en el instante. Dar espacio a la duda puede abrirnos a nuevas comprensiones.
- Escuchar al cuerpo: Como plantea Damasio, el cuerpo siente antes de que la mente entienda. Prestar atención a las sensaciones físicas puede dar pistas sobre lo que estamos viviendo.
- Evitar respuestas impulsivas: En lugar de reaccionar de inmediato, permitirse un tiempo de pausa puede evitar interpretaciones erradas o decisiones apresuradas.
- Practicar la paciencia emocional: Algunas respuestas llegan con el tiempo, cuando hemos madurado la experiencia y podemos verla con otra perspectiva.
En un mundo que nos exige respuestas inmediatas, permitirse ir a un ritmo más pausado puede ser un acto de resistencia y de autocuidado. No siempre es necesario entenderlo todo ahora. A veces, el tiempo es nuestro mejor aliado.
Referencias:
- Bloch, S. (2013). Al alba de las emociones. Editorial UQBAR.
- Damasio, A. R. (1994). El error de Descartes. La emoción, la razón y el cerebro humano. Editorial Crítica.
- Echeverría, R. (2006). Ontología del lenguaje. Santiago de Chile: J.C. Saez Editor.
- Han, B. C. (2017). La sociedad del cansancio. Herder.
- Taylor, J. B. (2015). Un Ataque de Lucidez: Un Viaje Personal Hacia la Superación (Ciencia y Tecnología). Editorial Debate.
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